El olor a madera carbonizada todavía inundaba el pequeño pueblo de Kairth, donde dos jóvenes hermanos acababan de perder su casa. El grupo de ancianos responsables de la quema todavía continuaban allí, aguantando a los dos chicos furiosos como podían, que gritaban e imploraban por su casa.
-¡¿Por qué habéis hecho esto?!-preguntó entre gritos el mayor de los hermanos.
-¿Qué os hemos hecho nosotros?- gritó el más joven a los ancianos.
El anciano que sostenía al joven parecía que iba a estallar de ira, aunque se veía un atisbo de miedo en sus ojos algo hundidos en su frente. Tenía el pelo blanco y largo hasta los hombros, con una nariz prominente y la espalda encorvada, había sido el primero en prender fuego a la casa.
-¿Cómo se os ha ocurrido traerla hasta aquí? ¿Estáis locos?-
-¿Por qué? Estaba herida.-
-Por eso mismo imbéciles, habéis traído hasta nuestro humilde pueblo un ángel, esas criaturas son intocables, y la habéis traído sin ojos, obviamente vosotros no habéis hecho tal atrocidad, lo ha tenido que hacer alguien muy poderoso y volverá aquí para terminar el trabajo que empezó. Por eso la hemos matado, para que cuando llegue su asesino ya la encuentre muerta y no nos haga daño a nosotros por haberla protegido.-
Una mujer de pelo largo y gris, bastante enredado y recogido en un moño salió de la multitud para dejarse ver.
-Y ahora queremos que os vayáis, ya no tenéis nada que hacer en este pueblo, no tenéis familia, ni tampoco casa, nos habéis puesto a todos en peligro, coged vuestras cosas y no volváis jamás.-
Los hombres que retenían a los dos chicos los soltaron, estos entraron en lo que quedaba de su casa. Muros carbonizados y libros de su padre hechos cenizas. Apenas había nada que podían salvar y si tenían que marcharse de allí tampoco podían guardar demasiadas cosas. Cogieron todas las monedas que encontraron, verduras del huerto que no había sufrido demasiados daños en comparación con la casa y un poco de ropa. Lo metieron todo en una bolsa de tela que agarraron a su espalda y dejando atrás aquella casa que muchos años atrás habían construido sus padres.
El pueblo de Kairth era uno de los más pequeños de toda la comarca de Rhiand. Estaba formaba por una península en forma de triángulo invertido. La base de la península era lo único que no estaba bañado por el gran mar Sithus, sin embargo el pueblo de los hermanos era un pueblo interior, sin salida al mar, en realidad, había pocos pueblos que tuviesen costa alguna. Kairth situada en la parte sudeste de la comarca se asentaba sobre el valle que formaba el río Feral que prácticamente atravesaba toda la comarca, desde las altas montañas del norte hasta desembocar justo en la unión de los laterales del triángulo.
Los hermanos caminaban silenciosos por aquel valle. Como no tenían ningún lugar al que ir pensaron que lo mejor sería pasar la noche en el pueblo de Nagtish, que se encontraba tan solo a un par de kilómetros al norte de allí. Nagtish era un poco más grande que Kairth, pero no demasiado, desprovisto de murallas al igual que su pueblo vecino pero con una gran torre donde vivía el regente del pueblo. Rhiand no tenía rey, nunca lo había tenido. La comarca estaba dirigida por un grupo de diez sabios que cada cinco o seis años se retiraba y dejaba paso a otros diez sabios distintos, elegidos por asamblea popular en los diez pueblos más importantes de la comarca.
El camino hacía Nagtish no era demasiado complicado, un camino marcado con arena amarillenta indicaba las direcciones a seguir. Casi todo el recorrido era surcar valles, solo en algunas ocasiones tenían que atravesar alguna colina. Cuando el sol ya empezaba a ocultarse por el oeste los hermanos deslumbraron la hermosa torre vigía del pueblo vecino. Era una torre de unos veinte metros de alto, de ladrillos rosáceos y techo azul. Disponía de unas pocas ventanas muy pequeñas y una gran puerta de madera con remaches de hierro. Los hermanos entraron en el pueblo, intentando no llamar la atención. La luna ya cubría con su manto de oscuridad todo el cielo y solo unas pocas estrellas iluminaban aquella noche. Las calles de Nagtish estaban desiertas, algo que asustó a los chicos. No era habitual que en un pequeño pueblo como era ese no hubiese nadie paseando con sus amigos o familiares dirección a una posada o a sus casas. Quizá ya habían llegado a donde quisiera que tuvieran que llegar. Como nunca antes habían estado en el pueblo y no había nadie a quién preguntar caminaron por un par de calles principales buscando alguna casa que indicase que proporcionaban alojamiento. Al final de la calle que en ese momento transitaban encontraron un edificio construido con rocas grisáceas, lo cual resaltaba bastante entre las casas de madera del pueblo, tenía algunos adornos de oro en la fachada y una gran puerta de madera de roble a la entrada, justo encima un cartel de madera sujetado con un par de clavos les indicaba a los hermanos que ya habían encontrado el lugar que andaban buscando. Llamaron a la puerta con bastante fuerza hasta en dos ocasiones hasta que un escuálido hombre de nariz puntiaguda y pelo oscuro les invitó a pasar. La recepción era bastante acogedora, un par de asientos que parecían muy cómodos se disponían entorno a una chimenea encendida, donde un par de mujeres tejían algo mientras hablaban con gran ligereza. Tapices de criaturas que solo habitan en los sueños era la decoración de aquellas paredes. El hermano pequeño los miró con extrañeza. El hombre de nariz puntiaguda se situó detrás de una mesa de madera situada en un extremo de la habitación.
-Buenas noches señor, yo soy Lismael y este es mi hermano pequeño, Hiyu. Venimos desde el pueblo de Kairth y necesitamos un lugar donde pasar la noche.-
-Buenas noches caballeros, desde Kairth, ¿no?- los hermanos asintieron. –Aquí no somos muy confiados, díganme si no es mucho pedir, ¿Cuál es el motivo del viaje hasta estas tierras?-
-Nuestro camino no se detiene aquí gentil posadero, queremos llegar hasta Argynte y una vez nos establezcamos allí aprender el manejo de las armas- se apresuró a decir Hiyu.
-Argynte, eso está muy lejos, ¿lo sabéis?- el hombre de nariz puntiaguda les examinó, por suerte no notó el atisbo de sorpresa que inundaba la cara de Lismael.
El posadero se agachó y busco algo en uno de los cajones de la mesa.
–Aquí tenéis, son diez monedas de plata la noche.- les entregó una llave vieja y oxidada mientras Lismael le dio el dinero pedido. –Seguid ese pasillo todo recto, ahí encontrareis los dormitorios, el vuestro es el segundo a la derecha.-
-Muy amale señor.- respondió Lismael con su mejor sonrisa.
El hermano mayor se disponía a abandonar el recibidor cuando Hiyu le agarró del brazo y con una sonrisa que intentaba imitar de la de su hermano le preguntó al posadero:
-Perdone señor, estos tapices que inundan la sala son increíbles…-
-¿Le gustan?- dijo interrumpiéndolo –Los tejen aquellas señoras de allí, mi madre y mi hermana, son verdaderas artistas.-
-¿Qué son todas esas criaturas?- Hiyu señaló varios tapices.
-No tengo ni idea chico, pero si quieres puedes preguntarle a ellas, les encanta contar historias.-
-Muchas gracias.- Hiyu hizo una pequeña inclinación ante el posadero y se dirigió al lugar donde se encontraban las dos mujeres.
-¿A dónde te crees que vas?- le susurró en el oído Lismael mientras se situaba delante de su hermano impidiendo su avance.
-Voy a intentar resolver algunas dudas que me han surgido.-
-¿Qué clase de dudas?-
Hiyu apartó a su hermano y mientras daba un par de pasos hacia delante le contestó:
-Las que te surgen cuando tu casa se convierte en cenizas.
miércoles, 17 de febrero de 2010
lunes, 15 de febrero de 2010
Prólogo
Las montañas se sucedían en aquel lugar. Montañas verdes, cubiertas de vegetación, cuyas cimas tenían algo de nieve. Un río de aguas frías y cristalinas nacía desde alguna de ellas y bajaba cruzando un gran valle. Al lado del río se había construido -quién sabe cuánto hace desde eso- un pequeño embarcadero de madera, que ahora servía de asiento a los jóvenes aldeanos que allí se encontraban. Dos chicos, hermanos, por el alto grado de similitud entre ellos, que vestían ambos con una camisa blanca ancha, sin botones ni cuello, y bastante arrugada. El mayor, que parecía tener unos veinte años, aparte de la camisa, llevaba una chaqueta gris encima que ocultaba unos tirantes que se había quitado, probablemente nada más salir de su casa; llevaba también unos pantalones oscuros y un gorro marrón. Su hermano de unos dieciséis llevaba encima de la camisa un chaleco claro, unos pantalones beiges y una especie de boina gris. El pequeño tenía los pies dentro del agua y jugaba con una cuerda atada a un pequeño barco, mientras su hermano sostenía una rama de un árbol. De repente, el pequeño giró su cabeza hacía la orilla oeste del río, donde desde siempre se habían acumulado muchas rocas, pero esta vez, en una roca, en una gran roca, había algo. Avisó a su hermano y rápidamente se dirigieron hacía la orilla señalada, donde una mujer estaba tirada sobre dicha roca. Pero no era una mujer cualquiera, desde lejos podían ver su pelo rubio y corto, y su vestido blanco con encajes, pero sobre todo podían verse dos grandes alas que nacían desde su espalda y se extendían cerca de un metro. Cuando llegaron hasta ella vieron como apenas podía respirar, estaba fría como el hielo, su piel era blanca como la nieve y tenía los párpados cerrados, aunque ríos de sangre nacían de sus ojos. El pequeño enseguida buscó por los alrededores un trozo de tela para taparle los ojos, aunque no ocultara la sangre que recorría su rostro. El mayor ató con unas cuerdas unas ramas de árbol lo suficientemente fuertes como para poder soportar el peso de la mujer. La subieron a la improvisada camilla, y ella se agarró como pudo a los dos troncos principales, los que eran más largos y más gruesos. Con cuidado los hermanos cargaron con ella. Atravesaron todo el valle, hasta llegar a su pequeña villa. Llegaron a un puente que aunque pareciera extraño, tenía un techo de madera, ya que aquel puente construido hacia algunos años era el lugar de encuentro de los pueblerinos. En ese momento los chicos lo cruzaron cargados con aquella maravillosa criatura, mientras todas las personas allí presentes, la mayoría ancianos, los miraban con miedo, extrañados, los chicos hicieron caso omiso a aquellas miradas y se dirigieron hasta su pequeña casa de madera. El mayor se quedó vigilando la puerta mientras el pequeño cargaba con ella hasta su habitación, donde la sentó en la cama. Tocó su hombro y para su sorpresa la chica respiró profundamente, lo que hizo que el pequeño se asustara. Con cuidado, levantó su mentón para ver mejor su cara. Aunque no pudiese ver sus ojos era la mujer más guapa que había visto en su vida, una gota de sangre cayó por su mejilla justo en la mano del chico que cerró el puño. Justo en ese instante, alguien echó la puerta abajo, un hombre se lo llevó de la habitación, mientras él intentaba deshacerse de las garras de su opresor y mientras el ángel movía las manos y gritaba en busca de su rescatador. Pero ya era demasiado tarde para ella. Una vez los hermanos fueron sacados de la casa por un grupo de aldeanos furiosos, otros que portaban antorchas prendieron fuego a la casa, que al ser de madera no tardó mucho en convertirse en más que ceniza, mientras los dos hermanos lloraban, el pequeño miró hacia arriba, y fue cuando vio como el alma de aquel ángel, volvía a subir al cielo.
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